5 de agosto de 2015

El Orfanato

- No hagas ruido, trata de ser más sigiloso. - Gruñó el niño que se encontraba a dos camas de Joseph.
- Shhh! volvió a espetarle al niño que estaba sentado en la orilla de la cama. En sus manos cargaba una botella de vino, y trataba de abrirla con un tornillo insertado en el corcho. Ambos sabían que cuando el corcho estuviese lo suficientemente afuera, la botella exclamaría un ruidoso "pop" al liberar toda la presión de aire dentro de ella.
Al parecer, ninguno de los niños en aquella habitación improvisada en el pasillo de la casa estaba durmiendo pues, cuando la botella al fin soltó su sonido cuando se abrió, la mayoría de niños levantaron la cabeza; otros se sentaron en la orilla de la cama, y otros más, se quitaron las sábanas de la cara para ver que sucedía.
Al fondo, mientras todos vitoreaban al niño por haber logrado su cometido se encontraba Joseph, durmiendo profundamente, soñando más allá de la infinidad. Escuchaba los ruidos a su alrededor, si, pero por alguna extraña razón no podía abrir los ojos. 
Se encontraba en algún lugar entre su cama, los ruidos, y una mesa de noche ubicada en el centro de la nada. La lámpara que descansaba sobre ella iluminaba una billetera de corcho, un vaso de agua, y un móvil partido a la mitad. Joseph tardó en adaptarse a la oscuridad de aquella escena, y se acercó con cuidado a la mesa de noche donde se encontraban estos objetos. Tomó el celular, y, aunque estaba partido por la mitad, aun se podía ver una lista de llamadas perdidas, y en el fondo de pantalla, la fotografía de una chica de ojos azules.
Trató de unir el celular, pero sus intentos fueron inútiles y por ninguna razón, empezaron a brotar lágrimas de sus ojos. A lo lejos, el barullo de sus compañeros de habitación se iba haciendo más evidente: podía oír sus risas, sus cantos, sus gritos, y los vasos colmados de vino siendo tragados de golpe por aquellos niños.
Caminó a ciegas por el paisaje oscuro sin encontrar otro rumbo que el de la mesa. En la mano izquierda sostenía la billetera, y en la otra los dos trozos de celular, aun con brillo en la pantalla. Caminaba dando zancadas bastante grandes para las piernas tan cortas que tenía pero seguía sin llegar a ningún lugar; las voces de los otros niños se volvían más evidentes pero en momentos se ahogaban como si unas manos invisibles cubrieran sus oídos para no escuchar nada.
Caminó otro rato describiendo círculos en el mismo lugar, siempre llegando a la mesita de noche iluminada por la lámpara. Al fin, rindiéndose de cansancio dejó los objetos que portaba en las manos y se sentó a un lado de la mesita de noche. Levantó la mirada hacia la luz: debajo de la pantalla de la lámpara se encontraba un cielo iluminado por un un sol brillante. Las nubes se remolinaban en el fondo de la escena, e incluso, podía sentir el olor de un césped recién cortado; de la tierra al calentarse... Joseph llegó a imaginar, que incluso podía sentir una ligera brisa que le daba de lleno en su rostro.
Los sonidos de sus compañeros fueron aminorando hasta que por fin no escuchó nada, y el cielo azul de aquella pantalla de luz fue tornándose en un cielo fundido en matices de naranjas y morados. La luz de la lámpara se fue desvaneciendo hasta que la habitación en la que se encontraba quedó completamente a oscuras.
Fueron cinco minutos.
Quizá fueron diez.
O tal vez fue toda una vida.

Abrió los ojos, y lo primero que observó fue el cabello largo de la chica. Ella estaba sentaba en la orilla de su cama, mirando hacia el piso. No decía nada. Todos los niños dormitaban de nuevo en sus camas, llenos de alcohol y falsas ilusiones. Ella simplemente estaba sentada ahi, en la orilla de la cama, mirando hacia el piso.
Joseph se levantó con pesadez; le dolían los hombros y los ojos todavía tardaron en adaptarse a la oscuridad. Cuando por fin se incorporó por completo de la cama, alcanzó a ver lo que la chica del cabello largo miraba: tenía en sus manos, una vieja billetera de corcho, y en ella se encontraban varias fotografías, recuerdos, y sentimientos que hace tiempo Joseph no miraba.
La observó por un largo rato mientras la chica pasaba una y otra vez fotografías amarillentas, pequeñas notas escritas en papeles viejos de libreta. 
Joseph respiró profundamente, y la niña volteó a verlo. Sus ojos eran azules como la imagen del celular partido por la mitad.  Se miraron un rato que se antojó eterno. La chica dejó la billetera en la mesa de noche, se levantó de la cama y se fue caminando hacia la oscuridad del pasillo. Lo último que Joseph vió de aquella chica, fue su melena ondeando con cada paso que daba.




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