5 de agosto de 2013

El Viejo y el niño.

1.

El niño respiraba lentamente bajo los manteles viejos y sucios con las que su abuelo había improvisado una cama.



La lluvia afuera, parecía arreciar contra las ventanas viejas de la casa hogar. La estructura estaba vencida en muchas partes, por lo que fue imposible refugiarse del frío. Caminaron durante un largo rato en busca de un cuarto que estuviera libre de hoyos en el techo, ventanas rotas o goteras. El anciano caminaba con paso firme, sosteniendo una escopeta en las manos. A pesar de ser viejo, una fuerza sobrenatural había invadido su cuerpo, haciéndolo sentir joven y con la energía suficiente para defender a su pequeño nieto.
Tuvieron suerte al encontrar la cocina, ubicada en el sótano de la casa Hogar. Era una habitación simple, pero acogedora. Se sentía aun el calor guardado de la estufa en sus tiempos de uso, y un olor fuerte a cochambre y pescado frito predominaba el lugar.
La nariz de Don Arnulfo no tardó mucho en acostumbrarse al olor insoportable: todo era mejor que quedarse afuera, y ser devorado.
– Abuelo, no veo nada. –replicó el niño tiritando de frío.
– ¡Quédate donde estas, hijo!, déjame ver que puedo hacer. – El anciano se levantó del lugar donde se encontraban, y con mucho cuidado comenzó a caminar alrededor de la vieja cocina, abriendo los cajones en busca de fuego, o velas. En la alacena más próxima a él, se encontró con algunos manteles viejos, y sucios, con un olor a humedad bastante impregnado. Abrió más cajones al azar, hasta encontrar una caja de cerillos. Encendió uno y este se consumió con rapidez. Sus ojos alcanzaron a ver una pequeña estructura  hecha de ladrillos, con un par de pedazos de madera en su interior. Caminó con lentitud hasta llegar a la estructura, – que en otros tiempos era un asador improvisado – y se empeñó en encender los troncos que yacían en el interior.
Tardó unos cuantos minutos cuando por fin la madera comenzó a combustionarse, y un pequeño halo de luz iluminó débilmente la vieja cocina de la casa Hogar.
– Abuelito, tengo mucha hambre... – la voz del niño era desganada y triste.
– No te preocupes hijo, déjame buscar en la mochila y seguro que aun tenemos galletas Oreo... Mira, toma aquí – el viejo le extendió una leche de sabor Chocolate a su nieto.
Antes del problema en el Centro Comercial, don Arnulfo se había abastecido muy bien de comida enlatada, leche en polvo, café, sobres de azúcar, chocolate, galletas y otras cosas que había agarrado al azar para supervivencia. En menos de una semana, su nieto había comido la mayoría de los víveres, y ahora contaban con muy poca comida para sobrevivir.

El anciano estaba inmóvil, llevando sus pensamientos más allá del mundo material, mientras el niño se acurrucaba en su cama improvisada, y pateaba los manteles sucios debido al calor que la leña desprendía. Afuera, la ciudad parecía haber cobrado vida: un murmullo gutural provenía de las calles como cantando en coro. Los zombies mostraban mayor actividad en las noches, cuando cazaban a la gente desafortunada, a los que luchaban día a día por sobrevivir. Don Arnulfo y su nieto eran uno de ellos.
La razón por la cual habían dejado la seguridad de su casa, era porque los padres de Joseph jamás volvieron. La última vez que los vieron, ellos iban de salida para celebrar su aniversario de bodas.


2.
La noche transcurrió lentamente, y el viejo no pegó el ojo, manteniéndose siempre alerta a cualquier sonido. Los ojos le pesaban, y el hambre devoraba lentamente sus tripas.
Llegó un lamento lejano hasta sus oídos, y el viejo cogió el rifle que descansaba a un lado de su improvisada cama. El sonido volvió a oírse, ahora más cerca de donde estaban ellos. Se levantó con cuidado, mientras sus huesos tronaban con el esfuerzo hecho. Caminó lentamente al umbral de la puerta de la cocina, subiendo los escalones con precisión. Todo estaba en silencio, exceptuando aquel sonido que ahora se escuchaba más cerca de su ubicación, resonando y reverberando en los pasillos y habitaciones vacías de la casa hogar. Llegó al último escalón y sin saber lo que hacía, se persignó tres veces (Hace tiempo que Don Arnulfo había dejado de ser una persona "creyente") por inercia. Abrió lentamente la puerta, con los ojos siempre alerta ante cualquier movimiento: No había nada. Sin embargo aquel canto gutural sonaba cada vez más cerca de él. Dudó durante un instante en abandonar su posición y echarle un vistazo al lugar; se aferró a su rifle hasta el punto de que sus manos se tornaran blancas a causa de la presión ejercida sobre el mismo y caminando lentamente recorrió el largo pasillo abriendo los ojos, aguzando el oído, cuidando el más mínimo detalle. El canto sonaba más cerca conforme caminaba. El halo de luz que desprendía la leña prendida en la cocina-sótano comenzó a desvanecerse conforme avanzaba por el largo pasillo; parecía como si el tiempo se hubiese detenido y solo quedara él en éste mundo.
En su mente, muy en las profundidades del subconsciente, Don Arnulfo presentía que, lo que se encontraría a unos cuantos pasos no sería precisamente una "linda sorpresa". Dio un par de pasos más hasta tropezar con el problema: Una mujer, de más o menos treinta años se arrastraba por el pasillo, utilizando su mano para avanzar, lentamente. En el lugar donde antes había unas piernas, había sido remplazado por dos muñones casi hasta la altura de la pelvis. La mano derecha había sido arrancada de tajo, y los pocos fluidos que quedaban se iban marcando en la sucia porcelana del pasillo. Don Arnulfo se alejó gateando de la mujer zombi, que trataba de alcanzarlo, moviendo su sucia mandíbula con excitación. Le faltaba la mayoría de dientes, y al parecer su lengua había sido arrancada, mucho antes que el virus la reanimara. Sin embargo, aquella mujer que en otro tiempo fue hermosa, se empeñaba en alcanzar  las piernas de don Arnulfo para darse un festín.
Don Arnulfo se levantó con cuidado (sus huesos volvieron a tronar debido al esfuerzo) y se alejó caminando de espaldas sin quitarle la vista de encima a la zombi. Caminó siempre lento, hasta llegar al umbral de una vieja ventana que aún conservaba los vidrios intactos. El viejo pudo observar con la poca luz de luna, el deterioro del zombi; su rostro ausente y sus gestos forzados denotaban la urgencia por alcanzar a su presa, pero de humano, ese zombi no tenía ni una pizca.
Un destello surgió de la mano de la zombi, y Don Arnulfo notó que ésta sostenía con su mano muerta una pequeña cadena que comenzaba a encarnarse en su carne pútrida.
El anciano caviló un poco antes de ponerle fin a la vida de l mujer, y con un golpe rápido y fuerte con la cola de la escopeta, dio de lleno en el cráneo del zombi, hasta que se desvaneció por completo en el piso y dejó de moverse.
Picoteó el cadáver con la punta de la escopeta, sin que este mostrara algún signo de vida. Se acercó lentamente y cuidando todavía de que la zombi no despertara, le quitó la cadena de la mano y la miró con detalle bajo la luz de la luna que la ventana dejaba pasar.

"Solo Dios sabe porque hace las cosas" rezaba una inscripción en la cruz de la cadena.
– Sólo Dios sabe porque hace las cosas, leyó en voz alta varias veces don Arnulfo para sí mismo. Hizo una mueca de disgusto y se echó la cadena al bolsillo trasero. El pasillo había quedado completamente en silencio; lo único que se escuchaba en todo el lugar, eran las tripas del viejo, que no había comido en más de una semana.
Regresó por donde había venido. Su nieto descansaba en la cama improvisada con el pie derecho fuera de las cobijas. El fuego seguía iluminando la cocina y Don Arnulfo, con el corazón tranquilo, y las fuerzas renovadas, alcanzó a ver una botella de licor encima de la alacena.
– Por lo menos hay algo bueno el día de hoy –pensó.
Caminó directo hacia la alacena y bajó la botella que se encontraba encima. Destapó el corcho y se escuchó un "pop" que resonó por toda la cocina. Le dio un trago grande y carraspeó un poco.
– Ojalá que todo mejore hijo – hablaba dirigiéndose a su nieto, perdido en el quinto sueño. – Ojalá que todo mejore hijo, no sé cuanto más podremos aguantar de esta forma, pero estoy seguro que el día que yo falte, tu sabrás cómo sobrevivir. Eres inteligente igual que tu padre, y muy capaz y valiente como tu madre, me da mucho orgullo tener un nieto como tu. Te amo Joseph...


"El viejo Don Arnulfo cerró los ojos, y jamás volvió a despertar."