18 de septiembre de 2012

Una copa más...

– Una copa más...
Una copa más siempre pedía. Todos los días entraba por esa puerta a la misma hora. Tal vez era por inercia, o costumbre mía, pero la campanilla que estaba encima de la puerta, cantaba la misma melodía a las cinco de la tarde cuando ella entraba.
No hacía falta levantar la mirada, y observar quién estaba parado en el umbral de la puerta, porque en esos momentos, cuando comenzaba a caminar; sus tacones marcaban el paso con un compás perfecto: uno... dos... uno... dos...
Quince pasos exactamente hasta la mesa donde ella solía sentarse. Quince pasos. Ni uno más, ni uno menos. Directo a la mesa, de una sola silla, a un lado de la ventana.
Yo la observaba detenidamente, mientras el sol de las cinco de la tarde la bañaba con su luz naranja, y hacía relucir su cabello y el color de sus labios carmesí.
Se sentaba ahi, tan callada, tan sutil, tan "ella misma". Tomaba su copa, y la levantaba con mucho cuidado, como si de ello dependiera su vida. La meneaba y observaba como el vino describía pequeños remolinos dentro del contenedor de cristal. 
¡Ah! como me gustaba cuando ponía sus labios sobre la copa. La delicadeza de su piel al tocar el borde del cristal, y sorber un poco de vino, mientras volteaba hacia su izquierda, y se perdía en la nada de la ventana. Afuera, la eternidad del pensamiento se hacía subjetiva en su mente, y se quedaba así, por un rato, mirando, tomando otro sorbo de vino, y mirando de nuevo. Jamás soltaba su copa.
Sabía exactamente donde empezaba y donde terminaba la porción de vino. – Una copa más –decía. Una copa más para la señorita de la mesa cinco. Una copa más para la señorita que siempre viene a las cinco de la tarde. Cinco copas en su cuenta, que paga con un billete de cincuenta.
Yo ni me doy cuenta lo que pasa, solo la observo mientras paga, sacando otro cigarrillo de un estuche plateado. Le doy su cambio, y ella ni me mira.
La verdad es que me gusta su indiferencia. Me gusta su frialdad, con la cual me arrebata su cambio sin mirarme, sin decirme una sola palabra. Me gusta que venga; que la campanilla de la puerta cante esa melodía que anuncia su llegada. Me gusta que camine siempre esos quince pasos directo hacia la mesa, se siente y se tome las cinco copas de vino.

A veces creo que me enamoro de su indiferencia, otras; solo creo que es un alma solitaria como yo, perdiéndose en la profundidad de sus pensamientos: ella mirando directo a la calle, y yo... ¿yo? perdido en el tiempo de las cinco de la tarde mientras la observo morir con la luz del ocaso...