28 de agosto de 2012

Don José


Desde que nació, el destino de José era el campo.  Solo eso.
No había nada más allá de aquel limitado mundo, que solo semillas, costales, fertilizante, ganado, y jornadas de sol a sol, con un sombrero viejo, los zapatos rotos y casi sin energía al finalizar el día.
Sin embargo jamás existieron cuatro paredes para quién tenía muchos sueños: sueños de poder llegar más lejos de lo que las limitaciones monetarias le permitían llegar.
Pero un día, cogió su sombrero, el mismo sombrero mugroso con el había trabajado casi toda su corta y joven vida, y partió sin preámbulos hacia la capital.
Al llegar, se encontró con un mundo completamente diferente, al que el estaba acostumbrado a vivir; su vida tranquila en el campo, sin ruidos de claxon, contaminación y sobretodo con su familia, había quedado atrás, dando pie a una ciudad contaminada, con una calidad de vida bastante rápida y monótona donde la gente trabajaba con horarios más flexibles, pero encerrados en un cubículo apenas con el suficiente espacio para poder estirarse.
El acostumbrado transporte a burro o a pie, se convirtió en el tren “metro” que llevaba a todos lados por debajo de la ciudad. La comida caliente y de buen sabor se convirtió en comida insípida y con un costo elevado. Sin embargo sus sueños jamás se desvanecieron y permaneció por mucho tiempo en la capital, trabajando para una familia extranjera bien acomodada.
La patrona, era una mujer hermosa, que siempre solía maquillarse y vestirse de etiqueta, aunque no saliera a ningún lado. Jamás se vio a la patrona andar por la casa sin un gramo de maquillaje o algún vestido viejo y sin planchar.
Todos los días el patrón salía exactamente a las 8:00 de la mañana, y su mujer doña Consuelo desayunaba a solas en el comedor. Un comedor de maderas finas, y muy grande, como para tener ahí a 30 personas sentadas y bien distribuidas. Poco después de eso, la patrona colocaba un vinil de música clásica en el tocadiscos, pedía un poco de vino a sus sirvientes y se sentaba en un sillón de la sala, leyendo el periódico, un libro u hojeando una revista, durante casi toda la mañana.
El delirio más fino de José, era acercarse a la sala y poder disfrutar de la música que la patrona ponía todos los días.  Un día era Chopin, al otro era Vivaldi. En días lluviosos Beethoven amenizaba las mañanas, y en días soleados Mozart deleitaba el oído de la patrona y sobretodo de José. Cuando la patrona se encontraba más alegre disfrutaba de una bella Orquesta Sinfónica, ejecutando el Vals de Alejandra.
Había algo en esa música que lo hacía sentir especial, algo que le purificaba desde la punta de la cabeza hasta los pies. La música lo transportaba a un lugar especial, donde se fusionaban las notas creando la más bella melodía. ¡Oh! El retumbar de los tambores, los violines, las percusiones, la sutileza del piano y de las manos bendecidas con ese talento para hacer cantarlo. Algún día tendría el placer de ir a un concierto de orquesta sin importar que pasara. Siempre disfrutó esos momentos matutinos de apreciar la música clásica hasta el día de su muerte…