Desde que nació, el destino de José era el campo. Solo eso.
No había nada más allá de aquel limitado mundo, que solo semillas,
costales, fertilizante, ganado, y jornadas de sol a sol, con un sombrero viejo,
los zapatos rotos y casi sin energía al finalizar el día.
Sin embargo jamás existieron cuatro paredes para quién tenía
muchos sueños: sueños de poder llegar más lejos de lo que las limitaciones
monetarias le permitían llegar.
Pero un día, cogió su sombrero, el mismo sombrero mugroso con el
había trabajado casi toda su corta y joven vida, y partió sin preámbulos hacia
la capital.
Al llegar, se encontró con un mundo completamente diferente, al
que el estaba acostumbrado a vivir; su vida tranquila en el campo, sin ruidos
de claxon, contaminación y sobretodo con su familia, había quedado atrás, dando
pie a una ciudad contaminada, con una calidad de vida bastante rápida y
monótona donde la gente trabajaba con horarios más flexibles, pero encerrados
en un cubículo apenas con el suficiente espacio para poder estirarse.
El acostumbrado transporte a burro o a pie, se convirtió en el
tren “metro” que llevaba a todos lados por debajo de la ciudad. La comida
caliente y de buen sabor se convirtió en comida insípida y con un costo
elevado. Sin embargo sus sueños jamás se desvanecieron y permaneció por mucho
tiempo en la capital, trabajando para una familia extranjera bien acomodada.
La patrona, era una mujer hermosa, que siempre solía maquillarse y
vestirse de etiqueta, aunque no saliera a ningún lado. Jamás se vio a la patrona
andar por la casa sin un gramo de maquillaje o algún vestido viejo y sin
planchar.
Todos los días el patrón salía exactamente a las 8:00 de la
mañana, y su mujer doña Consuelo desayunaba a solas en el comedor. Un comedor
de maderas finas, y muy grande, como para tener ahí a 30 personas sentadas y
bien distribuidas. Poco después de eso, la patrona colocaba un vinil de música
clásica en el tocadiscos, pedía un poco de vino a sus sirvientes y se sentaba
en un sillón de la sala, leyendo el periódico, un libro u hojeando una revista,
durante casi toda la mañana.
El delirio más fino de José, era acercarse a la sala y poder
disfrutar de la música que la patrona ponía todos los días. Un día era Chopin, al otro era Vivaldi. En
días lluviosos Beethoven amenizaba las mañanas, y en días soleados Mozart
deleitaba el oído de la patrona y sobretodo de José. Cuando la patrona se
encontraba más alegre disfrutaba de una bella Orquesta Sinfónica, ejecutando el
Vals de Alejandra.
Había algo en esa música que lo hacía sentir especial, algo que le
purificaba desde la punta de la cabeza hasta los pies. La música lo
transportaba a un lugar especial, donde se fusionaban las notas creando la más
bella melodía. ¡Oh! El retumbar de los tambores, los violines, las percusiones,
la sutileza del piano y de las manos bendecidas con ese talento para hacer
cantarlo. Algún día tendría el placer de ir a un concierto de orquesta sin
importar que pasara. Siempre disfrutó esos momentos matutinos de apreciar la
música clásica hasta el día de su muerte…